

La continuación de la ciencia, por otros medios: homenaje a Leonardo Moledo


Por Nicolás Olszevicki
Ponencia presentada en el Congreso Iberoamericano de Ciencia, Tecnología, Innovación y Educación (Buenos Aires, 12 al 14 de noviembre de 2014).
Leonardo Moledo fue mi amigo y mi enemigo, las dos cosas al mismo tiempo. Cualquiera que lo haya conocido superficialmente puede entender con facilidad por qué fue mi enemigo; cualquiera que lo haya conocido profundamente, espero, puede imaginarse por qué fue mi amigo.
Tal vez sea ese balance ambiguo –en el cual amistad y enemistad, como partícula y antipartícula, se aniquilan, dejándome en una posición neutral en la que el logos gobierna al pathos-, el que me permite afirmar, con pretensiones de objetividad, que Leonardo fue el mejor y más original de los divulgadores científicos argentinos –y que, sospecho, no volveremos a tener otro igual-. Pero es una hipótesis inverosímil: Leonardo fue mucho más mi amigo que mi enemigo; de hecho, fue mi mejor amigo, y como todo buen mejor amigo ocupó, circunstancialmente, el lugar de peor enemigo, en algunas ocasiones –tengo que confesarlo ahora, post mortem, cuando en vida jamás lo hubiera admitido- porque se animó a decirme, de una manera no del todo… kosher, por usar una expresión suave, lo que yo no quería aunque necesitaba escuchar.
¿Qué es lo que me autoriza entonces a decir que Leonardo fue el mejor divulgador científico que tuvimos? O, mejor dicho: ¿Qué me autoriza a decirlo con la ilusión de no estar cegado por el afecto? Es una pregunta difícil, pero tengo una respuesta que, hoy, supongo bastante convincente, o espero que lo sea: el hecho de que Leonardo era para mí el mejor divulgador científico argentino mucho antes de que lo conociera personalmente. De hecho, mi relación con él surgió, en principio, de la lectura. Como acaso deberían ocurrir con todas las relaciones intelectuales, lo conocí a partir del azaroso encuentro con algunas de sus obras en dos momentos diferentes de mi vida. Lo primero con lo que me topé fueron sus extraordinarios libros infantiles sobre el Big Bang y la Teoría de la Evolución, que, stricto sensu, yo no leía sino que me eran leídos por mi mamá cuando me faltaban más de diez años para conocerlo personalmente; libros que ayer mi tía le leía a mis primas y que mañana, espero, yo le leeré a mis hipotéticos hijos. La segunda fue la lectura de De las tortugas a las estrellas, a mi gusto el libro de divulgación científica más original que se haya escrito jamás, cuando estaba en la escuela secundaria. Me lo dio una profesora de filosofía en cuarto año; por esas épocas yo me dedicaba, tal vez como debe ser, a no hacer nada; argumenté, en el trabajo que nos encargó, acerca de la existencia de un azar ontológico en el mundo (creo que fue lo más cerca que estuve en mi vida de “hacer filosofía”, si es que tal cosa existe); al año siguiente me invitó la profesora a dar una clase sobre las geometrías no euclideanas para los chicos que estaban estudiando ese tema. La lectura del libro de Moledo fue luminosa, fugaz pero luminosa. Después terminé el Colegio, empecé el CBC para la carrera de Letras –creo que equivocadamente, pero quién no cree que se equivocó en su elección de carrera- y empecé a trabajar en Télam, la agencia de periodismo estatal. Tenía 18 o 19 años. Un día mi jefa me mandó a entrevistar a Moledo al café La Orquídea, en Acuña de Figueroa y Corrientes, su centro de operaciones. Y ahí empezó otra historia.
No recuerdo si cuando fui temblaba, aunque quedaría bien decir que temblaba. Lo que puedo asegurar con total certeza es que estaba cagado de miedo. Fui con un cuestionario prolijamente armado del que no me hubiese salido ni que se hubiese hallado el Bosón de Higgs en ese mismísimo instante. Leonardo podía decirme cualquier cosa, podía decirme, si quería, que Newton y Galileo habían tenido un affaire amoroso y que Einstein había refutado, con su teoría de los campos electromagnéticos radioeléctricos, la generación espontánea aristotélica y yo no iba a reaccionar. Primero, creo ya haberlo dicho, porque estaba cagado de miedo. Segundo, porque no sabía nada de historia de la ciencia (y, me atrevería a decir, no me interesaba). Tercero, porque tenía mi cuestionario armado, y un cuestionario armado no se desarma (obviamente me alcanzaron dos semanas de trabajo con Leonardo para abandonar una premisa tan ridícula).
Terminé la entrevista, volví a Télam. Me llamó Leonardo, me dijo que la editáramos juntos. Fui a su casa al día siguiente. Me senté en alguno de los pocos huecos que los abarrotados libros (tan diversos como sus intereses) dejaban a regañadientes para los seres humanos. Me dijo “con todo respeto” –sintagma que repiten sistemáticamente los periodistas de la farándula mientras se cansan de faltarle el respeto a su acosado de turno- que la entrevista había sido una mierda. Instante seguido, me ofreció trabajar con él. Acepté.
Esa entrevista fue, para mí, fundacional. Y no sólo porque, vista retrospectivamente, fue el momento iniciático de nuestra amistad y nuestros proyectos conjuntos sino porque en 15 minutos logró, por un lado, mostrarme un mundo al que no había tenido acceso (el del pensamiento científico y su historia) y, por el otro, demostrarme que ese mundo podía ser tan apasionante como el que por entonces más me deslumbraba, el de la literatura. Mejor aún: me enfrentó a la evidencia de que el mundo de la ciencia y el de la literatura no eran mundos tan diferentes sino que, por el contrario, eran, de algún modo, una y la misma cosa. O, al menos, que si no lo eran de iure se podía lograr que lo fueran de facto.
A partir de ahí, nuestra historia, con idas y vueltas, nos llevó a trabajar juntos en Página/12, a guionar algún programa de divulgación para la televisión, a escribir un libro malo (Las aventuras de un jinete hipotético) y a trabajar mano a mano sobre lo que considero la culminación de la obra de Leonardo: Historia de las ideas científicas. De Tales de Mileto a la Máquina de Dios. Fue una de las actividades más formativas de mi vida. Se publicó este año, en julio, y en septiembre ya estaba agotada la primera edición. La última vez que vi a Leonardo fuera del hospital fue el día en que nos trajeron los libros de la editorial para firmarlos y mandarlos a periodistas (que, dicho sea de paso, tuvieron la gentileza de usarlos para acomodar los monitores de sus computadoras o las patas de alguna mesa muy chueca –es un libro de mil páginas- dado que apenas tuvo mención en los medios de comunicación). Ese día, el día que nos mandaron los libros, Leonardo bajó al café doblado por el dolor. Firmó los libros y sonrió. Unos días después lo internaron; un mes después, o algo así, murió. A veces me gusta pensar que Leonardo sabía que, para morirse, tenía que terminar esa obra, que sintetiza sus cuarenta años dedicados a escribir en el género del que fue a la vez fundador y su mejor exponente: la literatura científica. Una de las últimas cosas que hizo, ya desde la cama del hospital, fue retarme enfáticamente (muy enfáticamente, por cierto) porque se me había pasado inadvertido un error en las fechas de nacimiento y muerte de Euclides. Ya lo corregí para la reedición, que acaba de salir hace unos días.
Cada vez que, como ahora, reconstruyo este recorrido y veo el monstruo de mil páginas que ayudé a escribir, pienso que la Historia de las ideas científicas es mucho más que una obra producida en colaboración: es, de algún modo, la historia que Leonardo me fue contando, intermitentemente, en sucesivas charlas de café -o de auto o de casa- a lo largo de los nueve años que duró nuestra improbable amistad.
Con esa historia fragmentaria, necesariamente incompleta y caprichosa, que comenzó el día en que me dijo, en un café, que la ciencia también se hacía en el café y culminó con la publicación del libro, Leonardo cambió para siempre mi visión del mundo, de la cultura y de mi propio trabajo.
Y me parece que, más allá de lo que hizo conmigo, lo más interesante sería aprovechar el espacio que queda para intentar difundir algunos de sus pensamientos más notables y originales; pensamientos que valen, creo, no sólo por su belleza intrínseca sino porque deberían servirnos para repensar y problematizar nuestra propia práctica como divulgadores de ciencia.
Leo, entonces, algunos pasajes de una entrevista muy reciente con la que despedimos a Leonardo Moledo en Página/12 el miércoles después de su muerte. Fue un homenaje en un doble sentido: en primer lugar, porque ocupó el típico lugar de la entrevista póstuma; pero además, porque en ella apliqué mucho de lo que Leonardo me enseñó. Fue una entrevista armada no sólo con lo que Leonardo dijo sino con lo que podría haber dicho.
Sobre la relación entre ciencia y humanidades: el intento de superar la idea de las “dos culturas”
Yo creo en la unidad de la cultura. No creo que haya puentes truncados. Hay un prejuicio que consiste en afirmar que hay dos culturas separadas. Ya Snow hace muchas décadas escribió sobre este asunto. El se basaba en lo que es la educación inglesa, una educación que era fuertemente humanista: el egresado de Cambridge sabía latín, griego, había leído todos los clásicos, aunque no tenía la menor idea de qué era la entropía. Pero hasta tal punto no la tenía que incluso estaba orgulloso. Es decir, la idea de estar orgulloso porque uno no sabe hacer una cuenta o porque no puede leer una fórmula es muy frecuente, lo cual crea una situación difícil para el comunicador de ciencia. Lo primero que tiene que decir es que eso que va a comunicar es digno de ser comunicado. Esa ciencia que le va a transmitir es digna de ser recibida. Quien escucha no se va a robotizar, que es la idea de muchísima gente, por saber leer una fórmula, sino que se va a enriquecer porque la lectura de una fórmula es un acto de lectura. Para entender matemática hay que entender historia; para entender historia hay que entender matemática; para entender ciencias sociales hay que entender matemática y viceversa, porque todas éstas son actividades que produce la sociedad en la Historia. Un hecho científico se compone de su historia y su filosofía. Cada cosa es también su historia. Porque es interesante ver cómo cada cosa llegó a ser. La ciencia más o menos acompaña los objetivos o las formas de funcionar de una sociedad determinada. Se hace en contexto. Copérnico propone lo que propone porque es un científico genial, pero también porque la necesidad de una reforma de la astronomía estaba en el aire de la época.
El científico como representante de un estado del conocimiento social
De la biografía de genios a la historia de las ideas
Los grandes científicos no son genios que salen de la nada sino que están constreñidos por su época porque trabajan con herramientas que son sociales. El tipo que trabaja en un laboratorio lo hace con herramientas que le vienen de otro lado. No inventa un microscopio y se pone a ver las cosas, lo cual haría que su tarea fuera interminable, sino que el microscopio ya le viene dado por el trabajo de sus antecesores. Si no tuviera el microscopio, no podría hacer el trabajo que hace, y lo mismo con todos los aparatos. El desarrollo tecnológico es histórico. Y un filósofo, de la misma manera, no puede dejar de pensar cuál es la teoría cosmogónica actual, no puede pensar en cómo es el mundo si no sabe cómo pinta la ciencia el mundo. Y ésas son herramientas sociales. El tipo que investiga el Universo lo hace con las ideas de la época, pero también con los prejuicios de la época. Algunos prejuicios que sabe que son prejuicios y otros, que son los más limitantes, que no sabe siquiera que son prejuicios.
Los errores del periodismo científico
Importa errores propios del periodismo general y los “aplica”
En realidad, yo nunca me consideré un periodista. Porque el periodismo parte de ciertos presupuestos, como la importancia de la noticia y el uso de ciertas herramientas, que a mí no me interesan. Yo me considero un escritor de ciencia, y en general cuando planteo el tema del periodismo lo planteo desde el punto de vista de la literatura, sea el periodismo en ciencia o cualquier otro periodismo. Yo creo que hacer periodismo debería ser como hacer literatura; cuanto más literario sea el periodismo, mejor. Sé que esto va en contra de lo que se dicta en los cursos universitarios. “Apártense de la literatura”, se dice. No, digo yo, ¡hay que sumergirse en la literatura! El periodista policial tiene que construir un relato. Los hechos no le interesan a nadie, la literalidad no le interesa a nadie. El hecho concreto de que la bala salió a cierta distancia y penetró en el cuerpo con tal ángulo no le importa a nadie. Lo que importa es el relato que se construye sobre eso. Y la manera en que se cuenta es la literatura, que es la más vieja actividad humana. Contar historias. La sociedad se constituye alrededor de la historia, cuando alguien puede contar lo que le pasó. “No vayan por este camino porque puede haber peligro”: ahí hay una advertencia, pero también una historia en potencia. Cuando se pudo decir eso empezaron a funcionar mecanismos de transmisión completamente diferentes. Y yo creo que para contar la ciencia también hay que hacer eso. En el nivel de divulgación, por supuesto, no en el nivel de un paper que se escribe en una revista.
La ciencia es un lenguaje y, como todo lenguaje, tiene su literatura. Y la literatura del lenguaje de la ciencia son las historias que cuenta la ciencia sobre el mundo; parafraseando a Macbeth, la ciencia es un cuento lleno de sonido y de furia, pero que significa mucho. Es un cuento que la Humanidad se cuenta a sí misma. La historia del Universo y las historias del Universo son tan maravillosas como el más maravilloso de los cuentos. Por ejemplo, una estrella es una máquina, y verla como una máquina ya da una perspectiva nueva. Es un reactor nuclear que transforma peso y gravedad en luz. Es una perfecta máquina que un día se queda sin combustible y adiós, nos achicharra a todos nosotros. Es lo que va a ocurrir dentro de 5 mil millones de años. Ese relato del final es tan terrorífico como el más terrorífico de los cuentos de hadas. Es el cuento de hadas, o el relato, o uno de los relatos, mejor dicho, que nosotros podemos escribir sobre el Universo. Entonces es una falacia total que la ciencia no sea un relato. La ciencia lo es, porque es comunicación y es lenguaje.
La ciencia como comunicación
La práctica del divulgador está contenida en el propio concepto de ciencia, al menos como la entendemos desde la Modernidad.
No es que existe la ciencia y después se comunica. La ciencia existe si se comunica; si no, no existe. Y esto ocurre por una razón muy simple: la ciencia occidental, la que se consolida con Copérnico y la revolución científica del siglo XVI, instaura una manera de hacer que es necesariamente pública, porque el núcleo explícito de la ciencia es el experimento, y el experimento tiene que ser reproducible. Tiene que ser controlado por alguien. No es admisible una ciencia hermética, porque algo que no se comunicó a alguien de tal manera que la otra persona pudiera comprobarlo no es un enunciado científico. Aclaro que estoy simplificando mucho el esquema epistemológico de la ciencia (planteado por Newton en el siglo XVII), e incluso no estoy de todo de acuerdo con él, pero lo tomo como punto de partida. En este marco, un enunciado científico es un enunciado que alguien escucha.Porque si nadie lo escucha es simplemente un pensamiento de la persona a la que se le ocurrió. Puede ser verdadero o falso y no tiene la menor importancia: el valor de verdad –siempre provisorio– de los enunciados científicos se da en esa relación particular de comunicación que es el experimento. No es ninguna casualidad que uno de los grandes héroes de la revolución científica, Galileo Galilei, empezara a escribir en italiano. Y fue, dicho sea de paso, una de las acusaciones que se le hizo: escribir en italiano y no en latín. Por otro lado, El mensajero de los astros fue, quizás, el primer ejemplo de divulgación científica moderna. Lo hacía el propio Galileo. Si uno lee a Galileo, aprende un montón porque cualquiera de los libros de Galileo parecen escritos por un periodista actual. Lo que hace Galileo es publicitar a la ciencia: la ciencia no es patrimonio de quien la descubre –nos dice–, sino que es patrimonio de todos. Pero es patrimonio de todos de manera intrínseca, ya que no hay ciencia sin experimento.
La importancia de la creatividad en la investigación científica
El modo en que alguien describe lo que ve en un microscopio no me interesa tanto como la idea que puede surgir de esa observación. Ver en el microscopio una célula y describirla es un mérito, pero pegar el salto y decir “la célula es la base de toda la vida” es lo que más me interesa. Ese salto al vacío es el salto que la ciencia tiene que dar, y es el que yo mismo trato de dar cuando escribo.
Nicolás Olszevicki Co-autor de Historia de las ideas científicas. De Tales de Mileto a la Máquina de Dios. Becario doctoral del CONICET en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla
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10 de octubre de 2014 |
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